miércoles, 7 de agosto de 2013




Tres corderitos color café                              

Era mi primer día en Starbucks. El reloj marcaba las cuatro. Hasta ese momento no había mucha gente por las calles de San Telmo y veía que en el el bar de enfrente, preparaban las mesas para el turno tarde.
El encargado me había explicado cómo era el funcionamiento del lugar, las reglas, el trato a los clientes, la limpieza. Yo había trabajado un par de años en Mc Donalds y ya sabía cómo desenvolverme en estas cadenas yanquis. La clave era moverse, estar siempre ocupado y si no había nada que hacer, había que inventarlo.
Estaba detrás del mostrador, mirando cómo atendían en las cajas, aprendiendo. Rodrigo, así se llamaba el que me entrenaba, me explicaba cada detalle. El sistema era muy parecido al que había usado en Mc Donalds, la única diferencia era que, en Starbucks, al final del pedido se preguntaba el nombre del cliente para llamarlo una vez que estaba listo. Era bastante incómodo andar llamando a la gente por su nombre sin conocerlos, pero como los que venían a consumir al local ya estaban familiarizados con el método, no había mucho problema. Yo tenía un cartelito en la camisa que decía Hernán, ellos también podían llamarme  por mi nombre si quisieran.
Ya se empezaba a formar una cola delante de la caja. Suponía que la cantidad de gente iría aumentando hasta pasadas las siete, después disminuiría. Rodrigo se desenvolvía muy bien; despachaba a los clientes más rápido que el resto, conocía la botonera de la caja de memoria: café mocha, macchiato, mocha blanco, capuccino; presionaba sin mirar los botones correspondientes a cada tipo de café, latte, espresso, cocoa, frapuccino, te (que ahí se llamaba “tazo”). La cola avanzaba pero se iban sumando cada vez más. Yo miraba, iba registrando cada movimiento de mi maestro. Había pasado media hora y ya sabía lo que había que hacer.
Empezaba a aburrirme cuando vi que el último de la fila me miraba fijo. Era un tipo un poco más alto que yo, llevaba la barba medio crecida que desentonaba con la prolijidad del traje. También miraba para los costados, hacia las otras filas, hacia atrás, en dirección a las mesas, cada tanto echaba un vistazo al reloj y después volvía a fijarme los ojos. Me concentré en la botonera de la caja para distraerme —una vez casi me echaron del Mc Donalds por atender a un ansioso que, como estaba apurado, se había quejado y yo que recién empezaba no supe cómo manejarlo; lo atendía más lento como queriendo darle una lección, al final, él fue el que me dio la lección a mí—, esa vez no podía pasarme nada malo, estaba detrás de Rodrigo aprendiendo, en todo caso, si el tipo se enojaba no sería conmigo. Quedaban dos antes que él. La cara del tipo se transformaba; tal vez, la idea de que yo estuviera ahí parado sin hacer nada lo ponía intranquilo.
“El que sigue”, dijo Rodrigo, y yo pregunté en voz alta dirigiéndome al nervioso: “¿Ya sabés qué vas a pedir?”. No sé por qué pregunté, incluso Rodrigo me miró intrigado. “Espero”, me respondió. El tipo estaba buscando problemas y yo también. No pude aguantarme, igual, esta vez, había actuado bien, tenía el argumento de que como había visto que el cliente estaba impaciente había intentado acelerar su pedido, “todo sea por el bien del local”.
Llegó el turno del tipo. “Quiero un café latte”, dijo. Cuando Rodrigo le daba el vuelto, le preguntó el nombre. “Darío”. Muy bien, Darío, este es tu vuelto, enseguida te llaman. El tipo me miró de reojo y se hizo a un lado a esperar su café.  Yo seguí con mi aprendizaje. Pasaron tres chicas: Lorena, Juana y Sole, podría haber dicho Soledad pero en Starbucks cada uno se anunciaba como quería. Tuve que llamar al encargado porque Rodrigo se había quedado sin cambio, mi primera tarea. “!Darío!” Cuando escuché el grito del empleado que hacía las entregas, me di vuelta. El tipo se acercó al mostrador para retirar su café, pude ver que llevaba una mochila. Estiró el brazo entre dos personas que esperaban adelante y alcanzó su pedido. “¡Ey!”, dijo. El empleado se dio vuelta para ver qué pasaba mientras Darío se abría paso y empujaba a los dos que estaban esperando adelante; le tiró el café al cuerpo del empleado que a los gritos se sacudía la camisa. Se estaba quemando. “¡¿Qué le pasa?..., ¿está loco?!”, gritaba, “¡Seguridad!”. Toda la gente del local se dio vuelta a mirar lo que pasaba y Darío se descolgó la mochila, la apoyó en el suelo y sacó una pistola. La gente se tiró al piso. El disparo fue certero, dio justo en el pecho del empleado, el cartelito del nombre decía Mariano, la mancha de sangre se mezclaba con la mancha del café y chorreaba al piso. El que estaba al lado de Mariano se patinó con el charco y cayó. El segundo disparo fue al de seguridad que se desplomó al instante. Yo era el único que seguía parado mirando la escena. Darío gritaba “!Cipayos!”. Disparó dos tiros al techo, a las cajas registradoras: la uno, la dos. Rodrigo  me tironeó del pantalón justo cuando el disparo destruía la caja tres donde estábamos nosotros. El encargado saltó por encima del mostrador y salió corriendo por la puerta. Por una rendija pude ver que Darío sacaba un bidón y empezaba a desparramar un líquido sobre una mesa del salón. Olía a kerosene. Sacó un encendedor y prendió. El fuego echaba un humo negro que me irritaba las fosas nasales y me hacía lagrimear. “Cipayos”, volvió a gritar.
Darío se quedó mirando el fuego, estaba más tranquilo; desde donde estaba podía ver cómo había cambiado el brillo de sus ojos. Ahora tenía una expresión de tranquilidad que me hacía aflojar la tensión que tenía. Esperamos que ordene, que nos diga algo. Darío desarmó un servilletero, echó el papel suelto. Se había armado una especie de fogata. “Necesito una pava, o una cafetera”, dijo en dirección a donde estábamos agazapados Rodrigo y yo. Nos miramos. Me levanté enseguida, no podía quedarme a esperar más. Agarré una cafetera de vidrio que había en exposición y se la alcancé. “Con agua…, ponele agua”. La llené y salí del mostrador. La apoyé sobre el fuego sin preguntar. “Muy bien pibe, estás aprendiendo, quédate acá… A ver vos, rubia, pásame la mochila”. Lorena estiró el brazo y se la tiró, estaba con los ojos llorosos. “Vení, acércate”. Se levantó y se arrimó. “Ustedes dos también”, Sole y Juana siguieron los movimientos de Lorena y se acercaron. Tenían los vasos de café estrujados en las manos. Sole tiró su vaso al fuego y Darío le sonrió. Juana hizo lo mismo y habló: “Tengo unos papeles en el bolso, ¿querés que los eche?”, dijo mostrando el interior. “Echemos más leña al fuego”, dijo Darío con un tono solemne. En la cafetera, el agua empezaba a llenarse de esas burbujitas previas al hervor. “Rubia, pasame la yerba”. Lorena metió la mano en la mochila y sacó un porongo; se lo alcanzó y le pasó el paquete que estaba en el bolsillo delantero. Darío lo llenó hasta tres cuartos, lo tapó con una mano y lo dio vuelta tres veces, se limpió el polvillo verde contra el saco y le clavó la bombilla que tenía guardada en el bolsillo, la enterró, minucioso. Darío recorrió el lugar con la vista, estaba buscando algo. Cuando aparecieron dos patrulleros en la calle, no se alteró, siguió con su tarea, como si nada. Yo intentaba imaginar cómo se vería la situación desde afuera: una ronda de personas en medio de un local calentándose al fuego, como en un camping, y tomando mate. Los policías estaban fuera de los autos, hablaban por handi detrás de las puertas abiertas, todavía no apuntaban. Imagino estarían desconcertados.
Ya íbamos por la tercer vuelta. A Sole parecía no gustarle el mate pero igual tomaba, chupaba hasta hacer ruido con la bombilla. Lorena lo disfrutaba, se la veía tranquila, no miraba para afuera como Juana. Darío se fijaba en todos, parecía disfrutar más de vernos en aquella situación que de tomar mate. Tenía una expresión de orgullo en los ojos; sin embargo, seguía revisando el lugar y calculando cada detalle. Todavía faltaba algo.
“A ver vos, ¿cómo te llamás”, gritó a uno que estaba escribiendo junto a una ventana. “Pablo”, respondió. “Vení, vos vas a cebar el mate, así puedo seguir apuntándoles. “¡Sí señor!”, respondió Pablo que se acercó adonde estábamos, trajo unos libros que tenía en la mesa, y los tiró al fuego. No conocía a ninguno de los autores, pero el fuego se avivó; tuve que retirar la pava que había improvisado para que no hirviera el agua, regla base de los materos. Afuera se agolpaba la gente detrás de unas vallas que había puesto la policía que al parecer había pedido refuerzos.
Estaba bueno el mate, se iba armando la ronda. Darío no hablaba, disfrutaba del momento, su sonrisa me calmaba. Se fijó en los pantalones que llevaba Pablo, “Miren, cuero argentino… ¿qué mierda hacés acá, Pablo?, tomando cafés gringos…”. “Ahora estoy tomando mate…, señor”. “¿Qué escribías?”. “Un artículo para página 12”. Darío se quedó pensando un momento. “Perfecto, ponete a escribir sobre lo que  está pasando acá. Tenés la primicia”. “¿Ahora?”, preguntó Pablo. “Si, ahora; haceme quedar bien”, dijo Darío. Me llegó el mate, estaba rico. “La vida es injusta a veces…”, dijo resignado, “Nos matamos como moscas por un café aguado, horrible; miren ese pobre tipo”, mientras señalaba a Mariano, el empleado que había muerto primero. “Quizá, era su primer día de trabajo y tuvo que morirse por esta mierda…, de todas maneras era necesario, así como va a ser necesario que yo muera, justo o no, así va a ser”, Pablo escribía a toda velocidad. “Después que tome este último amargo, voy a salir con las manos en alto. La policía me va a esperar a que llegue a una buena distancia, va a tapar las cámaras y me va a cagar a tiros. Van a desquitarse, se van a sacar las ganas, las broncas, las frustraciones que sin darse cuenta les genera este puto café latte… Imagínense, un producto yanqui con nombre italiano. ¿Qué carajo de mezcla es esa?...; pero ellos no saben, no se dan cuenta. Piensan que el malo soy yo. El pibe ese, Mariano, se salvó. Yo lo salvé. Era la misión, mi objetivo, también a ustedes los voy a salvar, pero para eso tengo que sacrificarme porque sino el mundo se derrumba, se viene a pique, ¿me entendés?… y todo por este vasito de papel con agua sucia… Espresso”. Darío bajó la mirada, se incorporó, se sacó la camisa, abajo llevaba una remera con la cara del “Che”, se fijó en lo que estaba escribiendo Pablo y se rio. Vimos cómo se iba con las manos en alto. Afuera lo esperaba la policía y la gente agolpada contra las vallas. Habían tres patrulleros más. El televisor estaba prendido en el canal de Crónica, las cámaras tomaban la esquina del Starbucks y se veía a un hombre atravesando la puerta del local, llevaba las manos en alto; de repente se armó un disturbio y un grupo de personas se puso delante de las cámaras, se empujaban tapando todo lo que se pudiera ver, la imagen se sacudía. En medio de los disparos apareció la tanda publicitaria. Pasaban un anuncio de la feria en la rural, lo que mostraban era confuso, una oveja estaba pariendo tres corderitos color café, como en el campo, lejos de la ciudad.




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