jueves, 29 de noviembre de 2012



PROYECTO NOVIEMBRE DE ADICTOS A LA ESCRITURA: PALABRAS PROHIBIDAS

El torno
Ya había transcurrido media hora cuando el ruido del torno se detuvo. Ahora creía escuchar mis latidos acelerados. Me levanté ni bien se abrió la puerta y caminé despacio en dirección al consultorio. Ingresé y me recosté, me sentía atrapado. Caía el sudor sobre mi sien, cuando encendió el aparto y lo acercó hacia mí. Sin dudarlo tomé su mano con fuerza y la aproximé hacia su cara. Forcejeábamos: él se resistía. Me incorporé y caímos al piso. El ruido estridente del aparato me enfervorizaba. Impulsivamente le clavé el torno en la encía, y en un grito desesperado desparramó su sangre todo alrededor. Un chorro me dejó ciego y yo aumenté mi fuerza. Me detuve cuando aflojó la tensión debajo de mi otra mano posicionada sobre su cuello. Restregué mis ojos, tomé aire, y salté de mi lugar para salir corriendo. En la sala de espera no quedaba nadie.


Los niños alegres
Los niños alegres bailan alrededor  del muerto que quedó con los ojos abiertos de par en par. El perro aúlla; ellos lo ceban, como se hace cuando se es pequeño. Hasta que muerde, una sola vez lo hace: suficiente como para hacerse a un lado en cada portón de la calle. Los niños alegres bailan. El muerto: muere.


A media noche
Si supiera lo que pasó en el viaje. Sabe amargo este beso y aún así, lo aprovecho. Imagino nuestro abrazo desde otros ojos. Como una fotografía. El tiempo se detiene justo a media noche. Pienso en voz alta. Me mira. Ahora sus lágrimas caen al ritmo de mis palabras que brotan ya sin freno. Así es esa imagen, como una despedida.    


lunes, 26 de noviembre de 2012



Esta imagen pertenece a Ame




Desde mi ventana

El sol rajaba la tierra. Todavía no podía levantarme, ni siquiera sabía si debía hacerlo: ignoraba si había dormido un par de horas o solo cinco minutos. Tenía esa franja de sudor en la frente donde nace el cuero cabelludo, como si hubiera tenido alguna pesadilla. La guardia había sido tranquila salvo por el nuevo, el de la cama tres.

Mientras parpadeaba entre bostezos, recordaba todo como si hubiera sido un sueño: el desgraciado estaba todo conectado, en coma; hacía una semana que había ingresado a terapia por un accidente cerebro vascular del cual no había podido salir. Yo estaba ahí, espiando su solitaria forma desparramada y dependiente entregada a manos ajenas, literalmente.

Parecía como si sus venas se conectaran directamente con la red eléctrica para rescatar algo de energía. Podía observar detenidamente al rostro de alguien sin nombre como en ningún otro lugar público podía hacer.

Los timbres de la sala hacían eco en los pasillos, en esas paredes vacías. Los pechos de los internados inflándose y desinflándose casi a ritmo, todos juntos, era tal vez lo más humano que podía rescatarse allí.

El de la tres era el más inestable; no me dejaba dormir últimamente. Noté que el tiempo muerto entre un sonido y otro se iba distanciando; fue entonces que me acerqué para sacudirlo un poco mientras echaba un vistazo al monitor. No reaccionaba, aunque eso no era novedad. Las alarmas de las máquinas comenzaron a sonar mientras los otros médicos de guardia dormían. Yo observaba, esperaba: miraba directo a sus ojos cerrados. Se hinchaba, se deshinchaba, como siempre. Todo parecía sonar cada vez más fuerte. Podría haber actuado pero algo me detuvo, no quise mover un  dedo.

Finalmente los pitidos se unieron en un tono único y monocorde, estridente. Pude ver como se iba. Como se hacía más pequeño. Cuando ya no hubo vuelta atrás, llamé al resto del equipo y completé su historia clínica. Anoté la hora de defunción; era hora de irme, de volver a casa para tirarme a dormir lo que no había podido.

Finalmente pude abrir los ojos; el sol rajaba la tierra y desde mi ventana podía ver que hoy sería un buen día.




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